viernes, 14 de agosto de 2015

El muerto exquisito


Comenzaba a ser un radioyente en aquel tiempo, mi amigo se había trasladado de ciudad y era muy emotivo oír por las ondas una referencia a su nuevo lugar de vida, hablaban de un local en plena Alameda (Alameda de Sevilla, rubia de tantas peinetas) que compensaba tragos con acordes, recitados, interpretaciones. Algo muy distinto a lo que había en ésta mi ciudad.
Como nunca me dediqué a pergeñar noticias de sucesos le dije a mi amigo “se llama algo así como El Muerto Exquisito” y él no dió con el sitio, pero cuando fui, creo en mi primera visita, nos topamos con el lugar aún con su rótulo, aunque ya todo estaba acabado: las persianas estrechas y altas cerradas a cal y canto, ni un ápice de vida ni teatral, ni musical, ni de farra etílica. El verdadero nombre del local era: ‘La ilustre víctima’, así que no pongan en mis manos una referencia concreta llena de precisión en letra, pueden fiarse de la descripción de la semblanza, digo yo, que soy muy imaginativo.
Confundir exquisito con ilustre es un remedo de poco estudiado, de no haber entrado en los verdaderos salones ni jardines de palacio, de no saberse la homilía, aunque si me dejan hablar en el festejo de la vida al que voy mañana diré Amén que es “que así sea” pensando en amen sin acento.
El cuento que les cuento, viene a… (no voy a poner otra vez cuento, ¿no?) razón, de un libro que me he mercado y que me está apasionando para unas mediovacaciones no digamos de mierda, sino mediopensionistas. Los relatos, de autores sudamericanos, van entorno a la muerte; con crudeza, espasmos, suspense y, tengo que terminarlo, pero diré humor y melaza. Un hallazgo del que creo también alguien me habló previamente.
Les doy tres pinceladas, me encantan los narrados o transmitidos por niños: “Alfredito se murió, dijo mamá, y solo entonces las manos gruesas de Elsa aflojaron los mechones de mi cabello. Me reí, mareada, porque era la primera vez que alguien me traía noticias de un muerto, y porque el nombre no admitía equívocos”.

Otro pasaje, otro cuento: “Convéncete: los muertos no pueden escribirle a los vivos. Me anotó eso antes de morir. Recién hoy recibo su carta”.
El último, también de niños: “Mi madre, y la madre de Niño Valor ordenaron otra vez el comedor de José Bertoni, los muebles y los cuadros volvieron a su sitio; lavaron los vasitos descartables y los guardaron para usarlos en el próximo cumpleaños (el mío, en abril); y también guardaron los troncos de las velas porque los apagones eran frecuentes en verano”.
He descubierto un desaire formal-profesional mío, confundir muerto con víctima, quizá porque de tan vitalista que me remarca mi amigo gest-trans, no encuentro más victimismo que el último suspiro… Y manda cojones en un tiempo en que tenemos tantas víctimas de todo, en todos los orbes. Tiene perejiles a la vez que se me ocurriera lo de ‘El muerto exquisito’, yo que en esas ceremonias nunca miro al finado,  por si aparenta ser solo una apariencia y mueve un ojo o enseña un diente, saca la lengua, o se caga en mis muertos por mirarle. Sé que no está bonico  sermonearles con esto a unos días de vivir la Feria y que no les parezca muy recomendable un libro así (‘Disculpe que no me levante’, se titula) para unas vacaciones, pero esto son sólo vacilaciones mías, que me creo muy en posesión de la verdad. Quizá lleve razón la versallesca, humanista y pedagoga caída en el olvido Gabriela Mistral que antecede a uno de los cuentos con estas palabras transcritas “YO NO ME EXPLICO EL AMOR SINO POR LOS MUERTOS”. Queda como un speech en un sketch, que dicen mis finos y mundializados amigos del teatro, pero ahora ustedes como yo, piensen.

P:D: Mañana me voy a una boda. De aquí a cien años: tos muertos. Lo aliviaré: ‘de-aquí-acien-años-toscalvos’.