Comenzaba a ser un radioyente en aquel tiempo, mi
amigo se había trasladado de ciudad y era muy emotivo oír por las ondas una
referencia a su nuevo lugar de vida, hablaban de un local en plena Alameda
(Alameda de Sevilla, rubia de tantas peinetas) que compensaba tragos con
acordes, recitados, interpretaciones. Algo muy distinto a lo que había en ésta
mi ciudad.
Como nunca me dediqué a pergeñar noticias de sucesos
le dije a mi amigo “se llama algo así como El Muerto Exquisito” y él no dió con
el sitio, pero cuando fui, creo en mi primera visita, nos topamos con el lugar
aún con su rótulo, aunque ya todo estaba acabado: las persianas estrechas y
altas cerradas a cal y canto, ni un ápice de vida ni teatral, ni musical, ni de
farra etílica. El verdadero nombre del local era: ‘La ilustre víctima’, así que
no pongan en mis manos una referencia concreta llena de precisión en letra,
pueden fiarse de la descripción de la semblanza, digo yo, que soy muy
imaginativo.
Confundir exquisito con ilustre es un remedo de poco
estudiado, de no haber entrado en los verdaderos salones ni jardines de
palacio, de no saberse la homilía, aunque si me dejan hablar en el festejo de
la vida al que voy mañana diré Amén que es “que así sea” pensando en amen sin
acento.
El cuento que les cuento, viene a… (no voy a poner
otra vez cuento, ¿no?) razón, de un libro que me he mercado y que me está
apasionando para unas mediovacaciones no digamos de mierda, sino
mediopensionistas. Los relatos, de autores sudamericanos, van entorno a la
muerte; con crudeza, espasmos, suspense y, tengo que terminarlo, pero diré
humor y melaza. Un hallazgo del que creo también alguien me habló previamente.
Les doy tres pinceladas, me encantan los narrados o
transmitidos por niños: “Alfredito se murió, dijo mamá, y solo entonces las
manos gruesas de Elsa aflojaron los mechones de mi cabello. Me reí, mareada,
porque era la primera vez que alguien me traía noticias de un muerto, y porque
el nombre no admitía equívocos”.
Otro pasaje, otro cuento: “Convéncete: los muertos no
pueden escribirle a los vivos. Me anotó eso antes de morir. Recién hoy recibo
su carta”.
El último, también de niños: “Mi madre, y la madre de
Niño Valor ordenaron otra vez el comedor de José Bertoni, los muebles y los
cuadros volvieron a su sitio; lavaron los vasitos descartables y los guardaron
para usarlos en el próximo cumpleaños (el mío, en abril); y también guardaron
los troncos de las velas porque los apagones eran frecuentes en verano”.
He descubierto un desaire formal-profesional mío,
confundir muerto con víctima, quizá porque de tan vitalista que me remarca mi
amigo gest-trans, no encuentro más victimismo que el último suspiro… Y manda
cojones en un tiempo en que tenemos tantas víctimas de todo, en todos los
orbes. Tiene perejiles a la vez que se me ocurriera lo de ‘El muerto
exquisito’, yo que en esas ceremonias nunca miro al finado, por si aparenta ser solo una apariencia y
mueve un ojo o enseña un diente, saca la lengua, o se caga en mis muertos por
mirarle. Sé que no está bonico
sermonearles con esto a unos días de vivir la Feria y que no les parezca
muy recomendable un libro así (‘Disculpe que no me levante’, se titula) para
unas vacaciones, pero esto son sólo vacilaciones mías, que me creo muy en
posesión de la verdad. Quizá lleve razón la versallesca, humanista y pedagoga
caída en el olvido Gabriela Mistral que antecede a uno de los cuentos con estas
palabras transcritas “YO NO ME EXPLICO EL AMOR SINO POR LOS MUERTOS”. Queda
como un speech en un sketch, que dicen mis finos y mundializados amigos del
teatro, pero ahora ustedes como yo, piensen.
P:D: Mañana me voy a una boda. De aquí a cien años:
tos muertos. Lo aliviaré: ‘de-aquí-acien-años-toscalvos’.