lunes, 7 de marzo de 2016

Los otros


Supe de ella cuando yo tenía más o menos la mitad de edad. Pero no me he acercado a ella hasta ahora, por una búsqueda utilitaria. He sabido en el transcurso de este tiempo de su prestigio, de su iconismo e idolatría. Quien me habló de ella fue una periodista olfativa, hábil e inteligente osea que me lo apunté.
Oriana Fallaci ha caído en desgracia al final de sus días por, para la izquierda oficial y acogedora, acuñar el término Eurabia. Se le amargó el carácter también por un cáncer quizá. Pero descubro, buscando otra cosa de ella, siendo una maga del journalismo europeo y estadounidense, es decir todo el periodismo avanzado, que al poco de yo nacer se desangró potentemente en una obra sobre un nonato, creo propio porque es difícil de clasificar en género, osea es periodismo.
El gran asunto que trata es el de la vida humana, desde la generación de un nuevo ser. En ese interacto que va de la página uno a la ciento veinte La Fallaci, como la llamaban sus contemporáneos, saca a chorros de viva voz sus pensamientos poniendo al lector en el epicentro de sus caprichos, su autoridad y sus remilgos. Descontado el deber, si es que este existe como Ley de Vida hoy en el mundo, repito, occidental.
Con una emotividad masculina la obra afirma cosas como: “Yo repito siempre que estás aprisionado ahí dentro; sigo pensando que tienes poco espacio y que desde ahora incluso estarás a oscuras, pero en esa oscuridad, en ese reducido espacio eres libre como no lo serás jamás en este mundo inmenso y despiadado”.
Llega la contradicción el deseo y la anticipación, comprando atuendos y cuna para el ser por llegar. Y la decepción, al perderse no de forma pretendida en consciencia.
Nos pone la obra ‘Carta a un niño que no llegó a nacer’ en el dilema y deseo de muchos, bastante menos en los seres instalo-avanzados-confortados, materialistas y víctimas triunfantes del capitalismo.
“La sal de la vida es la felicidad, la felicidad existe: consiste en darle caza”, dice en otro pasaje y al entendido como varón-injerto del feto, la periodista le encasqueta esto que hemos pensado muchos: “Sabes mejor que yo que nadie es imprescindible, que el mundo se las hubiera arreglado igualmente si Homero, Ícaro, Leonardo da Vinci y Jesucristo no hubieran nacido. El hijo que acabas de perder no deja vacíos”.
Sobre este gran asunto sobre el que tenemos tiempo para pensar mi madre afirma que “quién no nace es el rey” y a la par que “la vida es muy amable”; quizá se desmasculiniza La Fallaci al poner en impreso: “Al principio yo te decía (se dirige al feto) que nada es peor que la nada y que el dolor no debe inducir al miedo, como tampoco la muerte, pues si uno muere quiere decir que ha nacido. Te decía que nacer siempre vale la pena, ya que la alternativa es el vacío y el silencio”.
Sin asombro, pero sí con fruición, me he metido en esos folios a impulso que esta cabrona pergeñó cuando yo tenía dos añitos. Para mi habla de los otros, porque yo estoy aquí. El Limbo, la nada, y todo lo demás que designe el sitio del no nacido, no lo conozco, pero me identifico mucho con su no conclusión en el discurso central, porque yo he pensado algo sobre esto aún al no valerme solo para la conquista, entendiendo que hoy es un capricho propio, habiendo visto a deseosos de prole y a arrepentidos (entrecomillo) por lo que se echaron encima.
Al final reparte bendiciones en las que lleva su pasión y su razón, lo escribe ahí porque pretende que sea lo concluyente, lo que quede, su autocomplaciencia o autoayuda, obviando al género humano: “La vida no te necesita a ti ni a mi. Tu estás muerto. Tal vez muera yo también (está enferma). Pero no importa. Porque la vida no muere”. Sabemos que a cada uno de los que estamos aquí si nos importa. Oriana Fallaci murió en 2006, de cáncer y escuálida, en su apartamento tenía colocado en la puerta “por favor, no moleste”.