En el concilio de todos quedó clara la aportación que
había hecho al pueblo y a los hijos del pueblo. En el predio, donde se
arrellana el cuestarrón, comenzaron a darle el último adiós. En su refugio
que albergaba, y alberga, la funda y el instrumento, las horas de ensayo, las ideas para
elegir nuevas ‘partituras’… Donde ahora yacía inerme, muchos desgranaron en palabras su amor y su figura de hombre; pero su testamento real se desveló a
modo de ejemplo en la celebración religiosa, entre San Sebastián y San Antón,
en el templo mudéjar con la cúpula moscovita, y en el discurrir de la comitiva
de la casa a la casa de Dios.
Desde el cura concelebrante hasta el viejo José Antonio, decretaron lo que había sido su pasión, y su aportación, su ejemplo. Los instrumentistas de uniforme con sus piezas de charol, lloraban tras haber tocado la marcha fúnebre, y otras tristes, también lloraban los miembros del grupo de cuerda (del que al final José Antonio se levantó para dirigirse al pueblo), lloraban al recibir el cuerpo del compañero en caja, mientras tocaban una mazurca y el ave maría, también en la fila primera, y la segunda, y la tercera ocurría. Era un llanto espontáneo y concertado, con algún contrapunto, contralto, también llanto sincero.
El viejo Jose Antonio, conocedor de que por lógica él debería haber sido primero en esa partida, tuvo unas palabras sentidas donde detalló ‘la niebla’, ‘los proyectos juntos’ y por supuesto ‘la amistad’. También fue el primero en comulgar.
En el ambiente caluroso de la tarde, donde por vez primera aprecié cómo doblan las campanas a muerto, en el pueblo embarrancado entre peñascos, blanco como seis borrones de tipex, en donde un niño soñó con lo que había más allá, en donde la realidad se hizo melodía, en donde la afición encontró su acople, en donde las raíces reverdecieron y pudieron florecer, cuando el cortejo (acabada la ceremonia religiosa) seguía, y seguía con música hasta las puertas del edificio civil que se llama Ayuntamiento, donde se paró el séquito y sonó aún más fuerte la banda como despedida civil al hombre muerto, el hijo pequeño, de casi dos metros de alto, como de hábito, en aquella tierra suya, llevaba al hombro el instrumento... y entre las manos los centenares de ‘partituras’ encuadernadas con canutillo: El legado.
Conciliar el aire con una vibración y callar a los vivos es magia. Ilusionarse y persistir, y transmitir es perseverancia y ejemplo. La bruma, la niebla que dijo el viejo José Antonio, va viniendo después, llega con el tiempo. También la claridad, la recreación, creo. Nada de esto llega antes que la vivencia, que la ocurrencia, que lo acaecido, que el hecho cierto e irreversible.
En el tercer pueblo, el que tiene dos puentes, vi de frente -a la ida me quedó a la espalda- el restaurant donde me dijeron que le gustaba parar a comer. El espíritu alimenta la vida, contra la niebla quedan el libro de partituras, la funda, el instrumento, el rumor y el aire, también para la claridad que nos va a suceder. Dios bendiga a la música y sus hijos, los mejores artífices de la impermanencia. Los grandes memorialistas, los concordantes; los únicos artistas, o artesanos, que concitan el éxtasis, que es la verdadera celebración de la vida.
Desde el cura concelebrante hasta el viejo José Antonio, decretaron lo que había sido su pasión, y su aportación, su ejemplo. Los instrumentistas de uniforme con sus piezas de charol, lloraban tras haber tocado la marcha fúnebre, y otras tristes, también lloraban los miembros del grupo de cuerda (del que al final José Antonio se levantó para dirigirse al pueblo), lloraban al recibir el cuerpo del compañero en caja, mientras tocaban una mazurca y el ave maría, también en la fila primera, y la segunda, y la tercera ocurría. Era un llanto espontáneo y concertado, con algún contrapunto, contralto, también llanto sincero.
El viejo Jose Antonio, conocedor de que por lógica él debería haber sido primero en esa partida, tuvo unas palabras sentidas donde detalló ‘la niebla’, ‘los proyectos juntos’ y por supuesto ‘la amistad’. También fue el primero en comulgar.
En el ambiente caluroso de la tarde, donde por vez primera aprecié cómo doblan las campanas a muerto, en el pueblo embarrancado entre peñascos, blanco como seis borrones de tipex, en donde un niño soñó con lo que había más allá, en donde la realidad se hizo melodía, en donde la afición encontró su acople, en donde las raíces reverdecieron y pudieron florecer, cuando el cortejo (acabada la ceremonia religiosa) seguía, y seguía con música hasta las puertas del edificio civil que se llama Ayuntamiento, donde se paró el séquito y sonó aún más fuerte la banda como despedida civil al hombre muerto, el hijo pequeño, de casi dos metros de alto, como de hábito, en aquella tierra suya, llevaba al hombro el instrumento... y entre las manos los centenares de ‘partituras’ encuadernadas con canutillo: El legado.
Conciliar el aire con una vibración y callar a los vivos es magia. Ilusionarse y persistir, y transmitir es perseverancia y ejemplo. La bruma, la niebla que dijo el viejo José Antonio, va viniendo después, llega con el tiempo. También la claridad, la recreación, creo. Nada de esto llega antes que la vivencia, que la ocurrencia, que lo acaecido, que el hecho cierto e irreversible.
En el tercer pueblo, el que tiene dos puentes, vi de frente -a la ida me quedó a la espalda- el restaurant donde me dijeron que le gustaba parar a comer. El espíritu alimenta la vida, contra la niebla quedan el libro de partituras, la funda, el instrumento, el rumor y el aire, también para la claridad que nos va a suceder. Dios bendiga a la música y sus hijos, los mejores artífices de la impermanencia. Los grandes memorialistas, los concordantes; los únicos artistas, o artesanos, que concitan el éxtasis, que es la verdadera celebración de la vida.