jueves, 10 de septiembre de 2015

Alta hospitalaria


En la puerta solo se explica en qué casos se aplica la extrema unción, ni las hora de catequesis, ni cómo se entona el ‘alabaré’. Así que se imagina uno el público que asiste al espacio específico, y puede ser incluso un diagnóstico de lo que el juego alberga en cada casilla.
No es grato entrar en un hospital ¿verdad? Pero si hay que ir se va. Esto es como los entierros siempre tienen un componente de cena de compromiso, a no ser que uno sea un tarado. Y eso fue lo que me pasó, rodilla en ristre más de un año. Entro a la habitación sin comer desde antes de las ocho y saludo a Mansur que ya estaba allí, no se desde cuando.
Me agasajan con pijama y batona, gasto en la tele el valor de ‘un día’, pero sigo de sport cuando la simpática enfermera me dice “póngase directamente el mandilón, entra el primero, a las tres”, y me encamé directamente, empecé a gastar del monedero de pared y se me empezaban a gastar las palabras cuando me pusieron el gotero y me endiñaron una pastilla.
Dije “hasta luego” cuando el grandón quitó los frenos por animar a Mansur, mi acompañante, y se vino conmigo la buena y grande de Ana, que es mi hermana. Los del turno de antes no habían dejado bien la sala de operaciones así que en la cámara frigorífica pasé más tiempito del que estimaba el equipo, y se retrasó todo.
Tres pinchazos que van a acabar con mi afición taurina, lo pronuncié en voz alta, comenzaron a adormilar las extremidades inferiores, el gran reloj con trazas de báscula antigua marcaba las cuatro menos cinco. Lo volví a ver  cinco minutos antes de la hora de los festejos más populares: las cinco de la tarde.
Mientras mis piernas despertaban comenzaban a llegar otros usuarios de mismo trance. El doctor García Bisbal había reestructurado mi menisco y tapado un agujerito en otro hueso. ¿Un agujerito? Sí, eso mismo. Me despedí de la hermana de Suánes, qué encuentro y qué casualidad que veinte años después me vió así, tumbado, maltrecho, en sus manos, cuando yo la he visto saltar a la comba y un tanto antes se despidió mi cuñada, que filialmente sacrificó una parte de su día de descanso.
Devuelto a las sexta, planta del hospital -no la cadena televisiva, que todavía no me han invitado para contar el caso-, me veo en la obligación de pedir algo que comer, ¿ustedes me dirán? ¡desde las ocho de la mañana! El compañero de suite no está, fumo con descaro, ante la ventana si, era posible moverse.
Me suministran dos natillas y unas galletas. Vuelve Mansur. No se pone la tele, hago una parte de mi lectura ‘Vivir para contarla’, hablo bajotono con mi hermana y al fin caí.
A la mañana se respiraba que me mandaban a casita -le pregunto al educado y paciente, casi amigo empático, de la cama contigua, que era de color negro-, que cómo está de lo suyo, ya reparado, y me contesta que bien. Al poco llega el médico, yo ya vestido, sin vía abierta y vestido de calle y me explica lo que tengo que hacer fuera de ese sitio tan simpático que se llama hospital, y veo que al bueno de Mansur le consulta que con quién vive que tendrá que estar un mes postrado, y le afirma que también lo manda a casa. Al irse el médico me entrometo cuestionando  que si quiere/puede irse y me dice que si, que es lo que desea. Nos saludamos de mano y me encaré al ascensor, no sin entregar con cierta sorna la pulserilla que me pusieron en recepción el primer día, como de hotel con todo incluído, lo hago a la misma simpática enfermera que veinticuatro horas antes me había cogido la vía.
Mientras miraba los números al rojo vivo indicadores de a la altura en que andaba el cajón que me llevaba a la libertad, me olvidé que bien cerca estaba la receta  de cuándo se administra el último sacramento.
Era casi la hora normal de comer cuando decidí homenajearme, tomé una solomillo de novillo fresco, bravo, como a mi me gusta, pero bien hecho, se me olvidó el juramento ante la anestesista, y rematé con un café corto, que traía un acompañante que portaba un mensaje filosófico: “aunque la mona se vista de seda, mona se queda”, lo desleí sobre el oscuro fondo líquido y arrugué el papel que había escrito otro, un gran pensador, sin duda.

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