miércoles, 26 de octubre de 2016

A Miguel, por los años felices


La penicilina de la infancia le dejó los dientes torcidos. La genética los ojos de huevo y los labios pequeños y carnosos. La vida el color, que a veces se oscurecía, y el talante ‘el tirar para adelante’, como la gente de antes.
Era vivo pero con  un punto taciturno a veces, ante la copa y el cigarro. Es el don de los años y de la vida.
Llegaba con su morral cargado de tareas para después, y ponía la cabeza a merced de la urgencia, de lo que tocara. Sin importarle como al resto el antes y el después. Olvidaba pronto, ipso facto.
En aquella cocina hospitalaria de la casa de la calle Granada, donde también eran hospitalarios el comedor y los cuartos, me contó lo que llevaba dentro. Éramos jóvenes y felices.
Y la vida siguió, como corresponde, de reunión, de fiesta y de salida, buscándose la vida en lo que se terciara, en lo que se ofreciera acá o allá, sin pensar en el futuro que al resto nos mueve y atenaza.
Tenía la herida del ahora, animal, y la gracia de las gracias: seducir el paladar. El humor torvo, la ironía simple y explícita.
En Granada, Granada ciudad, correrías, inocentes y útiles, supervivientes: humor, carnalidad y frío. El fin de semana continuo en una esquina. Los amores platónicos, la subsistencia y el escape. Los proyectos que parecía aventuraban un mañana. El día a día.
Sabía hacer su propia caricatura de la siguiente manera: cabeza semireclinada, rechupados los mofletes, labio bajo fuera, ojos desorbitados y penduleo del cuello. Era la forma de descargar la tensión y exculparse ante la regañina. Su muestra de inocencia, no adolescencia, ante el incumplido, que eran muchos y reiterados.
Su figura aparecía como una constante en la conversación de los que éramos otros, como latiguillo en toda reunión que no estuviera. Él siempre estuvo al frente del hacer felices, trabajando por hacer felices en el encuentro con todos y cada uno.
Tenía un carisma único, el que más, sin ser el más listo, ni el más guapo, ni el más líder. Esto es digno de observar.
Rompió las ideas de los clichés normales de los otros. Donde nunca parecerá un modelo a seguir.
Tendría las tinieblas, como todos, dentro, y expulsaba con su golpe de risa tabáquica el descargo del momento de tensión o de ilusión.
Porque fue iluso, sí, recogió y recogerá afecto por darse íntegro, sin pensar, y sin pedirlo.

La cirugía lo manda, a donde sea, ligero de equipaje. Los demás, los otros, nos quedamos aquí con el peso específico del gesto, el ojo, la risa, el labio, la mano pequeña… No se si decir el rastro-huella, que es algo más que el recuerdo.

2 comentarios:

castelo dijo...

La sonrisa permanente, aquella que recuerda al niño que llevabamos dentro, a ese niño que cuando hace una trastada sonrie y disimula a la vez, es como la sonrisa de la Gioconda, rara, suya nada más, así era la suya, ni bonita ni fea, rara, la suya nada más. Ahora, tendremos que hablar de él en pasado porque es lo que hemos vivido, el futuro ya lo ha cerrado su destino, ahora nos queda el nuestro, por largos años para recordarlo, Allá donde sea que haya ido estoy seguro que estará sonriendo diciendo para si, claro claro, claro. Te quiero.

Anónimo dijo...

Pasan los años pero no se puede olvidar. Preciosas palabras Luis, cada vez q leo el texto lo vuelvo a ver con su camiseta blanca de tirantes y su piel morena. Gracias.
Miguel, eres luz. Buen viaje!